ORTEGA ROZA VEINTE AÑOS EN EL PODER: NICARAGUA BAJO UN RÉGIMEN SIN OPOSICIÓN REAL

Desde su regreso en 2007, Daniel Ortega ha construido un dominio autoritario mediante fraudes, arrestos de opositores y reformas constitucionales.

Daniel Ortega y Rosario Murillo durante un acto oficial en Managua.
Daniel Ortega y Rosario Murillo, símbolos del poder sandinista, observados con alarma internacional por maniobras autoritarias.

En 2007, Daniel Ortega regresó a la presidencia de Nicaragua amparado en una elección en la que logró apenas un tercio del apoyo ciudadano, beneficiado por la división de la oposición liberal entre Arnoldo Alemán y Eduardo Montealegre. A partir de esa fecha, el FSLN (Frente Sandinista de Liberación Nacional) ha consolidado un poder casi absoluto, mientras las elecciones nacionales y municipales se tiñen cada vez más de denuncias de fraude, manipulación y restricción de libertades fundamentales.

El regreso de Ortega en 2007 marcó el inicio de una etapa autoritaria disfrazada de democracia. Aunque su victoria fue legítima en el marco institucional de aquel momento, bastó la fractura entre los liberales (PLC frente a ALN) para entregarle al FSLN una oportunidad estratégica que ha explotado sin parar. La división entre Alemán y Montealegre no fue un accidente sino parte de una historia de corrupción, alianzas opacas y pugnas internas que terminaron beneficiando al régimen sandinista.

Ya en su primer mandato tras 2007, Ortega obtuvo reformas legales que retiraron barreras constitucionales a la reelección, lo que desató críticas de la oposición. En los años siguientes, la institucionalidad democrática fue siendo socavada: órganos electorales fueron permeados por funcionarios afines, los tribunales se convirtieron en instrumentos para excluir y castigar opositores, y la prensa independiente fue acorralada.

Por ejemplo, en las elecciones presidenciales de 2016, Ortega se presentó junto a su esposa Rosario Murillo como vicepresidenta, tras una reforma que permitía su reelección consecutiva. Esa elección fue denunciada por la oposición internacional como plagada de irregularidades: presos arbitrarios, exclusión de partidos y de candidatos, y manipulación de los instrumentos legales que deberían garantizar transparencia.

El observatorio electoral independiente Urnas Abiertas y otros actores denuncian que en los comicios municipales de 2008 y en comicios posteriores, los elementos básicos que acreditan una elección libre —censo transparente, observación internacional, acceso igualitario a medios de comunicación y seguridad jurídica para los contendientes— han sido sistemáticamente menoscabados.

Los detractores del régimen afirman que Ortega ya ha dejado atrás cualquier apego real a límites constitucionales. De acuerdo con informes internacionales, Nicaragua ha institucionalizado una forma de gobierno autoritaria mediante una combinación de reformas legales, control normativo del poder judicial, persecución de disidentes, reducción de espacios de la sociedad civil y eliminación progresiva de contrapesos.

Hoy, cuando Ortega se acerca a cumplir dos décadas continuas en el poder —un lapso en el que no ha existido una oposición efectiva ni elecciones limpias reconocidas internacionalmente—, surgen preguntas urgentes: ¿Cómo se reconstruye una institucionalidad verdadera en un sistema donde los competidores políticos son perseguidos, los medios presionados y las urnas manipuladas? ¿Puede una elección tener validez si los ciudadanos no pueden elegir con libertad?

Para el liberalismo latinoamericano y los defensores democráticos en la región, la experiencia de Nicaragua bajo Ortega es una advertencia clara: la democracia no se preserva solo con votaciones periódicas, sino con condiciones que garanticen que esas votaciones sean expresión genuina de la voluntad popular. Y esa expresión ha estado comprometida bajo un régimen que pretende eternizarse usando las herramientas de la ley pero quebrantando los principios que toda ley debería custodiar.


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