UNA DÉCADA DE COMPLICIDAD: HONDURAS SIN RADARES FRENTE AL NARCOTRÁFICO

Desde 2012, tras el retiro del radar estadounidense en Puerto Lempira, Honduras quedó ciega frente a los vuelos del narcotráfico. Gobiernos de turno prometieron control, pero los cielos siguen abiertos y el país convertido en corredor privilegiado de la droga.


Gráfico de un radar y una avioneta sobre el mapa de Honduras, ilustrando la falta de control aéreo en el país.

Desde 2012, Honduras permanece sin radares operativos, lo que ha convertido su espacio aéreo en una ruta abierta y sin control para el narcotráfico.


La mañana del 17 de agosto de 2012 quedó grabada como un momento de quiebre en la lucha contra el narcotráfico aéreo. Ese día, el radar AN/TPS-78, instalado en Puerto Lempira con apoyo de Estados Unidos, fue retirado bajo un clima de tensiones diplomáticas y cuestionamientos a su operatividad. Lo que vino después fue un retroceso histórico: Honduras quedó literalmente a ciegas, mientras el crimen organizado encontraba la oportunidad perfecta para extender sus rutas y consolidar al país como puente obligado del trasiego de cocaína hacia el norte.

En los años que siguieron, la ausencia de radares abrió un espacio sin precedentes para la penetración del narco. Avionetas cargadas de cocaína ingresaron y salieron del territorio hondureño con total impunidad, aterrizando en pistas clandestinas y en zonas selváticas sin que la autoridad pudiera detectarlas. Los cielos nacionales se transformaron en una autopista invisible del narcotráfico, mientras las comunidades más vulnerables quedaron expuestas al poder corruptor y violento del crimen organizado.

Ley de Protección del Espacio Aéreo

En marzo de 2014, en un intento por recuperar el control, el Congreso Nacional aprobó la llamada Ley de Protección del Espacio Aéreo, que facultaba el derribo de aeronaves sospechosas. Sin embargo, la medida resultó en un efecto contrario: Estados Unidos decidió cortar todo suministro de información de radar, aduciendo que Honduras carecía de garantías legales claras para aplicar esa política. Lejos de fortalecer la soberanía, la ley dejó al país en una situación de mayor aislamiento, sin cooperación internacional y con un vacío operativo que el narcotráfico aprovechó de inmediato.

El paso del tiempo no cambió la ecuación. Ningún gobierno —ni nacionalista, ni liberal, ni el actual de Xiomara Castro— ha logrado restituir un sistema de radares eficiente. Cada administración ha prometido fortalecer la lucha contra el narcotráfico, pero en la práctica los cielos hondureños siguen siendo un espacio abierto para los cargamentos de droga que despegan de Venezuela, atraviesan el Caribe y aterrizan sin oposición en Honduras antes de seguir rumbo a México y Estados Unidos.

Pamela Bondi señala un “air bridge” en Honduras

La situación se tornó aún más grave tras las recientes declaraciones de Pamela Bondi, fiscal estadounidense, quien señaló que el régimen de Nicolás Maduro paga a países como Honduras, Guatemala y México para garantizar el paso de su narcotráfico aéreo. La denuncia elevó el nivel del debate internacional, apuntando directamente a la complicidad de gobiernos que, con su silencio o inacción, han permitido que el país sea usado como corredor aéreo de la droga.

Lo que en 2012 pudo presentarse como un problema técnico o un desacuerdo diplomático, hoy es visto por el pueblo hondureño como el reflejo de una complicidad política estructural. En el imaginario ciudadano, la falta de radares no es simple negligencia, sino una decisión calculada que responde a intereses ocultos de quienes han gobernado el país en la última década. La percepción generalizada es que existe un pacto no escrito entre la clase política y las redes del narcotráfico para mantener los cielos abiertos.

Carencia de soberanía aérea

Diez años después, la realidad es contundente: Honduras carece de soberanía aérea, y esa vulnerabilidad no es casual, sino consecuencia de una serie de decisiones políticas que han beneficiado directamente al crimen organizado. Los costos para la nación son inmensos: debilitamiento institucional, pérdida de credibilidad internacional y, sobre todo, la profundización de un modelo de narcopolítica que coloca al país en el centro de las rutas globales de la cocaína.

Para la gente de a pie, el tema se traduce en frustración e indignación. El ciudadano común asocia la falta de radares con la falta de voluntad política, y la ve como una muestra más de que Honduras es gobernada por élites que se benefician del caos. Mientras los aviones del narcotráfico surcan impunemente los cielos, el pueblo hondureño queda atrapado en tierra, víctima de la violencia, la corrupción y la desconfianza en un Estado que ha preferido cerrar los ojos.

 


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